Llegué a casa del trabajo un día más. Abrí la nevera
con la esperanza de encontrar algo para comer que no estuviera caducado, pero
mi decepción fue mayúscula al ver que no había nada ni en buen ni en mal
estado. Lejos de conformarme con esa idea abrí y cerré la puerta un par de
veces, como esperando que por arte de magia se llenase sola, cosa que por otro
lado he de confesar que no sucedió. Resignándome decidí que era hora de pasarme
por el supermercado.
Mientras caminaba a toda velocidad, miraba el
suelo enfadado conmigo mismo, culpándome de la cada vez más frecuente desidia y
dejadez en cuanto a suministros del hogar se refiere. Siempre esperando a
acabar el último cereal de la caja, el último yogur del pack o a la última hoja
de lechuga. Sin previsión alguna y con la excusa siempre del “ya compraré
mañana”.
Tras un par de vueltas por los pasillos, cogí lo
básico para pasar el día (sin sobrepasar la capacidad de carga de mis dos manos
pues el “ya compraré mañana” seguía totalmente presente) me encaminé a las
cajas temiéndome tener que aguantar el humor de alguna cajera quemada, de esas
que ni saludan ni dan las gracias y que amontonan las compras de varios
clientes como si tuvieran prisa en despacharte. Observé cuatro cajas abiertas
sin apenas clientes y una quinta que tenía una cola de más de diez personas.
Cuando cualquiera de las otras se quedaba vacía y se oía el “pasen por aquí en
orden” me di cuenta de que la gente disimulaba y miraba al suelo o al techo
como si no lo hubieran escuchado y les gustara esperar. Por una vez parecía que
no iban a llegar tarde a ningún sitio, como si esperar fuera la moda del
momento. No tardé en descubrir el motivo de aquella cola: la chica que atendía
esa caja detenía el tiempo en su sonrisa, en su amabilidad, en la forma en que
pasaba los productos por la cinta. Casi sin darme cuenta yo fui el undécimo
cliente de su cola mientras que el resto de cajas parecía no existir. Fueron
los cinco minutos de espera más dulces de mi vida. La única vez que me hubiera
gustado que las cintas no corrieran y que el proceso de cobro durase toda la
eternidad.
El martes volví a comprar. Esta vez llené una
cesta entera y busqué su caja a la hora de pagar. Una vez más se distinguía por
la larga cola que el resto no tenía. Quedé nuevamente hipnotizado mientras
esperaba y ardía por dentro aguardando que me sonriera y me dijera: “buenas
tardes”. Esos pocos segundos me permitieron detenerme a observarla en detalle, una chica
joven, alta y morena, con el pelo a la altura de los hombros, el flequillo
cortado recto tapándole toda la frente y unos preciosos ojos verdes. No era de
una belleza extrema, ni tenía un cuerpo de infarto pero por alguna extraña
razón no podía parar de mirarla. Observé que no llevaba colgada del pecho la
chapita con su nombre, síntoma de que apenas llevaría trabajando unos días, así
que me entretuve en esa parte de su cuerpo unos segundos más. Gracias al ticket
descubrí que se llamaba Lorena.
El miércoles regresé por tercer día consecutivo y
volví a llenar otra cesta entera. No sabía que iba a hacer con aquel exceso de
comida pero no me importaba lo más mínimo. Busqué la cola de la caja de Lorena
y esperé pacientemente con una sonrisa. El volumen de clientes era tal este día
y la desproporción de espera de su caja tan grande con la del resto, que el
guardia de seguridad, que un día soñó con ser agente de tráfico, se encontraba
redirigiendo a la gente con bastante brusquedad. Una señora se mostró indignada
cuando la desviaron a otra caja y una segunda farfulló un par de maldiciones.
Yo me negué a pasar por cualquier otra, respondí “no” a ese guardia que me
sacaba dos cabezas cuando me dijo que me fuera a la primera y lo desafié con la
mirada. Al final gané el combate y el guardia se alejó de mí murmurando y
negando con la cabeza. Lorena sonrió cuando me vio llegar.
– ¡Hola! -me dijo
– ¿Qué tal? ¿Cómo va la cosa?
– ¿Tú sólo comes ensalada y pollo? -sonrió
mientras pasaba una lechuga por el escáner
– Bueno... se hace lo que se puede por comer sano
- y se río ante mi comentario.
Cuando me despedí la llamé por su nombre y se
ruborizó, ella seguía sin llevar la chapa identificativa. Supongo que la dejé
descolocada preguntándose dónde había conseguido averiguar su nombre
– Bueno...¡hasta mañana! -me dijo.
Y ahora el que se ruborizó aquí fui yo. Se había
dado cuenta de que iba día sí, día también sólo para verla un rato. Durante
unos segundos quise que me tragase la tierra pero después me agradó la idea y
pasé sonriendo el resto del día.
El jueves fui a comprar pasta. Intercambiamos
miradas y sonrisas cómplices, esta vez la que me llamó por mi nombre fue ella.
Cosas de pagar con tarjeta. El viernes compré vino y velas y el sábado, cuando
por fin me había decidido a pedirle su número o a invitarla a cenar ella no
estaba en su caja.
Recuerdo que alguien preguntó por Lorena y una de
las cajeras de siempre, con su misma cara hosca respondió: “no ha pasado el
período de prueba, ya no trabaja aquí”. Y no se lo estaba inventando, porque volví el lunes, el martes, el miércoles,
el jueves, el viernes y ella no estaba. El sábado compré una botella de whisky
y me puse a escribir esta historia mientras brindaba a su salud.
Nunca más supe que fue de ella. Ni porqué no
había pasado su período de prueba aún a costa de haberse ganado a todos los
clientes del supermercado. Supongo que a veces, hay a quien le jode que alguien
ilumine con sonrisas y buenas palabras a los demás. Supongo que no soportaron
ver a alguien feliz constantemente cuando ellos no le veían nada glorioso ni
gratificante al hecho de trabajar en un supermercado. Durante una única semana
tuve mi nevera a rebosar. Después decidí que cambiar mi costumbre de no tener
de nada en casa era un tremendo error, he pensado que quizás sea la única forma
de volver a encontrarme con ella algún día.
Guardaré el vino y las velas por si, cosas de la
vida, no importa cómo ni en qué lugar, nos volvemos a encontrar. Tal vez sea en
la taquilla de un cine, en una sucursal bancaria, en admisión de un hospital...
Será fácil encontrarla, su cola dará la vuelta a la manzana mientras la gente
disimula para no tener que pasar por otra caja y esperan más pacientemente que
nunca a que sea Lorena quien les atienda.
NOTA: La versión primigenia (incluso primitiva) de este relato que en su día titulé "Reina del super" inició una guerra literaria entre un servidor y Ehse, autor del que hoy considero uno de los mejores blogs de relatos que hay en la red, "No hay norte". Los detalles son escabrosos y sólo los contamos cuando corre la cerveza y hay alguien interesado en conocer la historia. Prometimos no acabar con la guerra nunca hasta que uno de los dos llorase como un bebé y para rematar él prometió bailar sobre mi tumba con una botella de whisky en la mano. Ninguna de las dos cosas ha sucedido y probablemente se nos olvidó que estábamos en guerra. Aún así me hace ilusión rescatar aquí este relato y ya de paso los que no lo conozcáis os pasáis por su blog un rato.