26 de junio de 2013

Respuestas a mi nevera vacía

Llegué a casa del trabajo un día más. Abrí la nevera con la esperanza de encontrar algo para comer que no estuviera caducado, pero mi decepción fue mayúscula al ver que no había nada ni en buen ni en mal estado. Lejos de conformarme con esa idea abrí y cerré la puerta un par de veces, como esperando que por arte de magia se llenase sola, cosa que por otro lado he de confesar que no sucedió. Resignándome decidí que era hora de pasarme por el supermercado.

Mientras caminaba a toda velocidad, miraba el suelo enfadado conmigo mismo, culpándome de la cada vez más frecuente desidia y dejadez en cuanto a suministros del hogar se refiere. Siempre esperando a acabar el último cereal de la caja, el último yogur del pack o a la última hoja de lechuga. Sin previsión alguna y con la excusa siempre del “ya compraré mañana”.

Tras un par de vueltas por los pasillos, cogí lo básico para pasar el día (sin sobrepasar la capacidad de carga de mis dos manos pues el “ya compraré mañana” seguía totalmente presente) me encaminé a las cajas temiéndome tener que aguantar el humor de alguna cajera quemada, de esas que ni saludan ni dan las gracias y que amontonan las compras de varios clientes como si tuvieran prisa en despacharte. Observé cuatro cajas abiertas sin apenas clientes y una quinta que tenía una cola de más de diez personas. Cuando cualquiera de las otras se quedaba vacía y se oía el “pasen por aquí en orden” me di cuenta de que la gente disimulaba y miraba al suelo o al techo como si no lo hubieran escuchado y les gustara esperar. Por una vez parecía que no iban a llegar tarde a ningún sitio, como si esperar fuera la moda del momento. No tardé en descubrir el motivo de aquella cola: la chica que atendía esa caja detenía el tiempo en su sonrisa, en su amabilidad, en la forma en que pasaba los productos por la cinta. Casi sin darme cuenta yo fui el undécimo cliente de su cola mientras que el resto de cajas parecía no existir. Fueron los cinco minutos de espera más dulces de mi vida. La única vez que me hubiera gustado que las cintas no corrieran y que el proceso de cobro durase toda la eternidad.

El martes volví a comprar. Esta vez llené una cesta entera y busqué su caja a la hora de pagar. Una vez más se distinguía por la larga cola que el resto no tenía. Quedé nuevamente hipnotizado mientras esperaba y ardía por dentro aguardando que me sonriera y me dijera: “buenas tardes”. Esos pocos segundos me permitieron detenerme a observarla en detalle, una chica joven, alta y morena, con el pelo a la altura de los hombros, el flequillo cortado recto tapándole toda la frente y unos preciosos ojos verdes. No era de una belleza extrema, ni tenía un cuerpo de infarto pero por alguna extraña razón no podía parar de mirarla. Observé que no llevaba colgada del pecho la chapita con su nombre, síntoma de que apenas llevaría trabajando unos días, así que me entretuve en esa parte de su cuerpo unos segundos más. Gracias al ticket descubrí que se llamaba Lorena.

El miércoles regresé por tercer día consecutivo y volví a llenar otra cesta entera. No sabía que iba a hacer con aquel exceso de comida pero no me importaba lo más mínimo. Busqué la cola de la caja de Lorena y esperé pacientemente con una sonrisa. El volumen de clientes era tal este día y la desproporción de espera de su caja tan grande con la del resto, que el guardia de seguridad, que un día soñó con ser agente de tráfico, se encontraba redirigiendo a la gente con bastante brusquedad. Una señora se mostró indignada cuando la desviaron a otra caja y una segunda farfulló un par de maldiciones. Yo me negué a pasar por cualquier otra, respondí “no” a ese guardia que me sacaba dos cabezas cuando me dijo que me fuera a la primera y lo desafié con la mirada. Al final gané el combate y el guardia se alejó de mí murmurando y negando con la cabeza. Lorena sonrió cuando me vio llegar.

– ¡Hola! -me dijo
– ¿Qué tal? ¿Cómo va la cosa?
– ¿Tú sólo comes ensalada y pollo? -sonrió mientras pasaba una lechuga por el escáner
– Bueno... se hace lo que se puede por comer sano - y se río ante mi comentario.

Cuando me despedí la llamé por su nombre y se ruborizó, ella seguía sin llevar la chapa identificativa. Supongo que la dejé descolocada preguntándose dónde había conseguido averiguar su nombre

– Bueno...¡hasta mañana! -me dijo.

Y ahora el que se ruborizó aquí fui yo. Se había dado cuenta de que iba día sí, día también sólo para verla un rato. Durante unos segundos quise que me tragase la tierra pero después me agradó la idea y pasé sonriendo el resto del día.

El jueves fui a comprar pasta. Intercambiamos miradas y sonrisas cómplices, esta vez la que me llamó por mi nombre fue ella. Cosas de pagar con tarjeta. El viernes compré vino y velas y el sábado, cuando por fin me había decidido a pedirle su número o a invitarla a cenar ella no estaba en su caja.

Recuerdo que alguien preguntó por Lorena y una de las cajeras de siempre, con su misma cara hosca respondió: “no ha pasado el período de prueba, ya no trabaja aquí”. Y no se lo estaba inventando, porque volví el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes y ella no estaba. El sábado compré una botella de whisky y me puse a escribir esta historia mientras brindaba a su salud.

Nunca más supe que fue de ella. Ni porqué no había pasado su período de prueba aún a costa de haberse ganado a todos los clientes del supermercado. Supongo que a veces, hay a quien le jode que alguien ilumine con sonrisas y buenas palabras a los demás. Supongo que no soportaron ver a alguien feliz constantemente cuando ellos no le veían nada glorioso ni gratificante al hecho de trabajar en un supermercado. Durante una única semana tuve mi nevera a rebosar. Después decidí que cambiar mi costumbre de no tener de nada en casa era un tremendo error, he pensado que quizás sea la única forma de volver a encontrarme con ella algún día.

Guardaré el vino y las velas por si, cosas de la vida, no importa cómo ni en qué lugar, nos volvemos a encontrar. Tal vez sea en la taquilla de un cine, en una sucursal bancaria, en admisión de un hospital... Será fácil encontrarla, su cola dará la vuelta a la manzana mientras la gente disimula para no tener que pasar por otra caja y esperan más pacientemente que nunca a que sea Lorena quien les atienda.

Imagen "Ready to shop" by Chocolate-Pict

NOTA: La versión primigenia (incluso primitiva) de este relato que en su día titulé "Reina del super" inició una guerra literaria entre un servidor y Ehse, autor del que hoy considero uno de los mejores blogs de relatos que hay en la red, "No hay norte". Los detalles son escabrosos y sólo los contamos cuando corre la cerveza y hay alguien interesado en conocer la historia. Prometimos no acabar con la guerra nunca hasta que uno de los dos llorase como un bebé y para rematar él prometió bailar sobre mi tumba con una botella de whisky en la mano. Ninguna de las dos cosas ha sucedido y probablemente se nos olvidó que estábamos en guerra. Aún así me hace ilusión rescatar aquí este relato y ya de paso los que no lo conozcáis os pasáis por su blog un rato.

19 de junio de 2013

Un cuaderno en blanco

Hay un cuaderno en blanco sobre la mesa y me gustaría escribirlo contigo. Hablar por ejemplo de lo que hemos vivido, de las horas que a tu lado vuelan. De las noches que no encuentran tregua. Hablar por ejemplo del verano que no acaba de llegar pero que nos hace sudar la gota gorda, de las cuestas que tiene esta ciudad, que no es mía ni tuya, pero que nos acoge como si lo fuera.

Quiero que cuando abras ese cuaderno se desvanezcan los ectoplasmas que antaño te hicieron sufrir, que dejes de lado las derrotas y veas el futuro con la esperanza que merece. Que cuando te asomes al balcón de sus páginas, aunque no estemos juntos, seas capaz de ver la misma luna que veo yo.

Supongo que el tiempo pasa deprisa y crecemos tanto y tan profundamente que no nos da tiempo a hacer repaso, que las brújulas pierden el norte y se desorientan hasta las golondrinas de las que alguna vez habló Bécquer. Jamás estar perdido fue tan bello. Quizás el cuaderno que tenemos por llenar simbolice eso, la pérdida y la ganancia. El olvido que una vez llenó nuestra memoria.

Tal vez, cuando pases las hojas puedas recordar esos versos que leíamos en las paredes y los muros, expuestos al sol, desnudos, dispuestos a preñar los corazones de poesía. Consiguiendo detener un segundo a cualquier habitante, invitándole a pensar, que no es poco, aunque quizás tampoco sea mucho. Soñar lo hermoso que sería encontrar una ciudad plagada de grafiteros pintores de suspiros.

Ese cuaderno también será una pastilla para disfrutar del vértigo y no sufrirlo, la certeza de que nunca nos acostaremos sin haber aprendido algo nuevo, sin haber avanzado un paso. El recordatorio de que quedan sabores por probar, la certeza de que podemos hacerlo juntos. El maremoto que sacude océanos y el terremoto que hace temblar mundos, que derriba casas en ruinas y nos permite construir futuros.

Esas páginas por llenar encerrarán mis sueños de escritor y también los tuyos. Serán el relato de los días que leeremos después alguna noche, cuando estemos solos y el mundo parezca no tener sentido.

Veo ese cuaderno sobre la mesa y pienso que jamás las ganas de empezar a escribir fueron tan grandes, sobre todo si es contigo. Si compartimos letras. Si en el trazo de grafías nos fundimos y pasamos a ser uno.

Fotografía: Pintada en un muro en una calle de Jaén, realizado por el movimiento Acción Poética.

5 de junio de 2013

Preguntas

NOTA: Primer intento de poesía que me atrevo a mostrar en público, por aquello de seguir abriendo frentes y experimentar.