Hace frío fuera pero siempre me
arde algo dentro. Por más que lo intenta el invierno no consigue congelar los
latidos de este corazón arrítmico con cierta tendencia al vuelco.
Desafío la pereza y entreno mis piernas
a diario para que me lleven lejos, aunque todavía no conozco el destino.
Recorrer kilómetros dejando que mi mente se vacíe de todo lo acumulado estos
años es un ejercicio pesado pero liberador. Ignoro las voces que me gritan “ríndete”,
“déjalo ya” “¿no ves que no tiene sentido?” y construyo castillos con los
pedazos de un planeta que se vino abajo. Fortaleza es picar una y otra vez las
mismas piedras hasta que las piedras desaparecen.
Me pregunto cómo hacen algunos
para vivir tan ausentes de sí mismos, cómo hacen para entregarse a la nada con
los brazos abiertos y sin paracaídas, cómo hacen para vestirse cada día con sus
trajes y máscaras grises roídas por el tedio, cómo hacen para no emocionarse con
el mero hecho de estar vivos. Y me aterra pensar que yo también puedo caer en
cualquier momento en la nada, que yo también puedo convertirme en un muñeco de
nieve sin voluntad. Así que me lleno de viento para que mis brazos pesen menos y
puedan abrazarte fuerte.
Veo en tus ojos el reflejo de mí
mismo y me asusta lo que veo. Al fin y al cabo combatimos los mismos fantasmas
aunque arrastremos lastres distintos. Confieso que me cuesta horrores ver la
luz que tanto dicen que tengo, que la mayoría del tiempo me siento oscuro y
frío y que en ocasiones trato de escapar por la ventana para no abrir la caja
de las plagas que me persiguen. Al fin y al cabo la mayor de las guerras se
libra contra uno mismo.
Pero me perdono por no haber
sabido escucharme. Por no encontrar la llave que tanto he buscado de un candado
que ni siquiera existía. El tiempo me ha enseñado que nadie puede cerrar tu
propio cielo.
Tan sólo hace falta levantar la
mirada y sonreír.
¿No es acaso hermoso sentirse tan
ligero como un pájaro?
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