Te encontré mirándome desde la
orilla, con el agua mojándote los tobillos y preguntando qué había sido de
nosotros. Confieso que tuve miedo de responder algo que no esperabas, de haber
traicionado la semilla que un día prometimos proteger. Y aunque en tu gesto
había una nobleza y calma que sólo poseen los astronautas del tiempo, no fui
capaz de mirarte a los ojos.
Me sonreías, con una fuerza olvidada
en las rendijas de la memoria y con la paz del que nada tiene que temer, me invitaste
a zambullirme contigo en las aguas.
Regresamos a la raíz y sentí la
savia fluyendo por mis venas. Me crecían ramas en las manos y hojas en los brazos.
Sentí el aire despeinando mi envoltorio y la fuerza de la tierra sosteniendo mi
equilibrio. La luz del sol era tan
intensa que me cegaba, pero alimentaba mi estómago y hacía que me nacieran
mariposas blancas que revoloteaban a mi alrededor, no había ruidos, ni sombras
que me acecharan.
Abrí los ojos y pude sentirme
pájaro, noté la intensidad del viento combatiendo contra las alas, las plumas bailando
y abrigando mi pecho. Nos elevamos sobre acantilados y valles, sobre colinas y
después descendimos en picado contra el suelo.
No hubo golpe, ahora corríamos en
manada entre los árboles, vestidos con un pelaje blanco y aullábamos a la luna
mientras melodías de olores dibujaban sinfonías en nuestros sentidos. Sentíamos
la hierba acariciando nuestros pasos. Lo podíamos todo hasta que llegamos de
nuevo al agua y nos sumergimos.
Ahora nadábamos veloces, con las
escamas cortando las aguas, con la inmensidad por delante, como exploradores
galácticos en medio de la vía láctea.
Después todo se apagó y estuve
solo. Sentí miedo. Una luz se encendió y aparecí desnudo en el suelo,
abrazándome a mí mismo, con un llanto antiguo de fondo, casi melódico.
Viniste a rescatarme y regresamos
a la playa. Todo volvía a ser como antes. Me sonreíste. Colocaste tus manos
sobre las mías y aunque quise pedirte perdón supe que no era necesario. Que no
lo necesitabas. Que estabas feliz de verme. Cerré los ojos mientras te alejabas
para desaparecer de nuevo en el agua.
Lloré. Como lloran los niños. Con
la pureza del reencuentro. Dejé que las lágrimas purificasen mis heridas,
calmasen el dolor.
Me desperté en mi habitación, sudoroso y con el corazón desbocado.
Me abrazaste. Me dejé abrazar. Nunca supe que significó todo aquello.
Meses después encontré un mensaje con mi letra que no
recordaba haber escrito en un cuaderno: “Pon alma a todo lo que hagas en tu
vida y nunca te quedarás sin luz, es la única manera de no perder en el vuelo,
las ganas de volar.”
No cambies nunca, Óscar. Conserva esas chispas de magia que te hacen ser tan único. Me encanta volver por aquí porque nada cambia, excepto la monotonía que podemos transformarla a nuestra imagen y semejanza, como haces tú en cada una de tus entradas. Un besazo enorme.
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